martes, 20 de julio de 2010

Sueños infantiles

He oído decir a uno que se confiesa artista que ahora que es adulto se dedica a hacer reales sus sueños infantiles. Lo dice como si fuera su mayor logro en la vida y con la intención clara de suscitar envidia o al menos admiración. Evidentemente es un artista o por lo menos vive de alguna clase de arte. No tengo ninguna duda de que su tarea se basa en una actitud muy positiva ante la vida y es muy gratificante para él. Debe tener una lista de sueños en la que va punteando uno por uno cada sueño realizado. Quizá tenga una escala de progreso de varios a la vez con lo que entablará una pequeña competición muy estimulante entre los alcances de unos sueños y otros. Una vida emocionante. Aunque lo más probable es que se dedique a la pintura o a la música y cada cuadro o composición sea un sueño de su razón. Sin embargo no se viste como un artista: ni lleva una gorra extraña ni tirantes, sólo lleva un pendiente de la oreja que parece un crucifijo.

Mientras pensaba en esto he intentado inventariar mis sueños infantiles y no he conseguido recordar ninguno. Es más, ni siquiera creo que pueda indentificarlos entre otros recuerdos. No creo que uno de mis sueños fuera ser futbolista porque era patoso y carecía de espíritu competitivo, ni bombero porque nunca vi desfilar el tópico camión rojo por la calle hasta ser ya mayor. Tampoco es probable que quisiera ser artista porque la mejor pintura que disfruté en la infancia fueron los almanaques con cuadros de Julio Romero o los cromos enmarcados en estuco que mi madre compró en lote completo a un vendedor que los llevaba a la espalda en grandes paquetes. Eran escenas bucólicas que se desarrollaban en jardines con esculturas y columnatas y las damas llevaban amplios vestidos y abanicos con los que se aventaban sus caritas rosadas. Todas tenían los ojos azules a juego con sus vestidos o con el cielo y lucían complicados moños de pelo gris en la nuca. A veces, los caballeros estaban en otro cuadro persiguiendo a caballo algún ciervo ayudados de sus perros. Llevaban pantalones muy ceñidos, botas altas de cuero bruñido y casacas rojas o azules y tricornios negros. Estaba claro que las damas no les esperaban con impaciencia porque se entregaban en los claros del jardín a juegos muy edificantes como la gallina ciega o el columpio. Ya llegarían los caballeros al acabar la caza como seguramente estaba pactado. En algunas escenas, el caballero se apoyaba en una columna neoclásica mientras requebraba claramente a una dama que fingía rubor. En estos casos la dama era rubia. Nunca había sirvientes que se ocupasen de tareas de su oficio; se ve que no eran necesarios o simplemente no existían en aquel mundo.

La música que más oí fue la sintonía del diario hablado de Radio Nacional y la canción española que sonaba como una consigna más entre la sordera de la comunicación de aquellos tiempos. Igual que las sesiones de discos dedicados a niños que habían hecho su primera comunión o a adultos que habían salido con éxito de alguna operación, quirúrgica, claro.

La escultura más sobresaliente que formaba parte del consumo espiritual era un toro de fieltro ensartado de banderillas con los colores nacionales y una bailarina flamenca con bata de lunares y pelo y ojos negrísimos como el toro. Tenían ambos su residencia al principio sobre la radio de válvulas y luego sobre el televisor cuando ya lo hubo, sobre un pañito bordado como un ruedo en el que se ignoraban paradójicamente uno y otra. Ni el toro embestía a la bailarina pese a ir vestida de rojo ni la bailarina mostraba temor a la amenaza del toro.

De otras artes como la literatura hubo algunos ejemplos como una edición de cuentos de Calleja, alguna enciclopedia y más tarde otros libros más relacionados con la escuela que con la literatura. Hubo un libro algún tiempo que mi padre, a veces en voz alta, leía por cuadernillos y que apilaba y cosía en un pequeño artilugio de madera que luego resultó ser un buen tomo de aventuras de un tal Diego Lucientes o Corrientes y de un torero que llevaba traje de luces, cosa que no me podía imaginar cómo fuese aquello, pues pensaba que se romperían todas las bombillas a la mínima briega con el toro. El universo decadente de Carmen la de Ronda, el pasodoble El relicario y Manuel Benítez, El cordobés.

Con este panorama, ¿cómo podría tener sueños?. Aunque, bien pensado, a lo mejor mis sueños eran esto.

viernes, 29 de enero de 2010

Foto antigua de Lola Labrador

El día en que me fue anunciada Lola Labrador era ya luminoso y fresco a pesar de la hora temprana. Tuvo que ser un lunes porque la anunciación sucedió en el momento en que subí a “El TALGO” para volver a la ciudad después de pasar el fin de semana en casa o algunas vacaciones en la finca donde vivía por entonces con mis padres en medio de ninguna parte. El TALGO era el autobús que recorría la ruta desolada de la comarca de los montes recogiendo a la gente y los llevaba al médico, al colegio menor o a las oficinas de la administración pública. Se llamaba irónicamente así por la escasa velocidad que desplegaba y más que un autobús era una camioneta con asientos y un portón trasero donde se amontonaban los equipajes. La conducía Lucio, el propietario de la línea y a veces tenía que descargar unos cuantos bultos para encontrar el del pasajero que se quedaba en una parada intermedia. No podían llamarse sino bultos porque apenas había viajeros que llevasen maletas. Mas que viajeros era gente que transportaba cosas a su pueblo: las cajas de fruta del tendero de Fontanarejo, el azadón nuevo parra arrancar cepas de brezo que se compró el parado de Navalpino, el saco de pan para el tenducho de La Sinfo, la garrafa de vino para el Chilanque, etc. El vestido de novia comprado en la calle Postas lo llevaba la propia en el regazo para que no se aplastase la caja, así como los estudiantes llevábamos los paquetes de libros o carteras.

Aquel lunes subí al autobús y me sorprendió la novedad de que Lola Labrador también viajaba en él. Tenía entonces la cara redonda y encendida, el pelo a media melena y vestía una blusa blanca como a veces se muestra todavía después de más de treinta años. Iba sentada en la banqueta de atrás, al final del pasillo entre otros chicos de nuestra edad que íbamos al mismo sitio y al mismo negocio: éramos los pocos jóvenes del medio rural que estudiaban. Su actitud reflejaba la felicidad de la independencia que le suponía dejar su casa por una semana: iniciaba una canción tras otra y empujaba a los otros chicos a corear y dar palmas, se intercambiaba el asiento con los más marchosos, pisaba los pies a algunos y respondía con agilidad y donaire a las provocaciones. La alegría de ser ella misma le manaba por los ojos, se le derramaba por la cara y la esparcía por el aire por la punta de los dedos y los mechones de la melena. Desde principio a fin contagió su alegría a toda la banqueta de atrás, a todo el autobús y a todo el viaje. Cuando llegamos a la ciudad nos bajamos del autobús, nos dispersamos y no la vi más ni la eché de menos nunca. Pero todo estaba escrito y algo seguía su curso.

Durante mucho tiempo olvidé aquél día y aquel momento, hasta que algún detalle insignificante o un conjunto de ellos me reveló que esta Lola sólo puede ser aquella del anuncio de aquel día en el TALGO decía “ esta mujer que ves ahí (¿a que tiene buena pinta, eh?) no está todavía en tu dimensión por razones que no vienen al caso, pero cuando todas las condiciones sean propicias te será revelada, entrará en tu tiempo y espacio y será muy importante para ti”.