He oído decir a uno que se confiesa artista que ahora que es adulto se dedica a hacer reales sus sueños infantiles. Lo dice como si fuera su mayor logro en la vida y con la intención clara de suscitar envidia o al menos admiración. Evidentemente es un artista o por lo menos vive de alguna clase de arte. No tengo ninguna duda de que su tarea se basa en una actitud muy positiva ante la vida y es muy gratificante para él. Debe tener una lista de sueños en la que va punteando uno por uno cada sueño realizado. Quizá tenga una escala de progreso de varios a la vez con lo que entablará una pequeña competición muy estimulante entre los alcances de unos sueños y otros. Una vida emocionante. Aunque lo más probable es que se dedique a la pintura o a la música y cada cuadro o composición sea un sueño de su razón. Sin embargo no se viste como un artista: ni lleva una gorra extraña ni tirantes, sólo lleva un pendiente de la oreja que parece un crucifijo.
Mientras pensaba en esto he intentado inventariar mis sueños infantiles y no he conseguido recordar ninguno. Es más, ni siquiera creo que pueda indentificarlos entre otros recuerdos. No creo que uno de mis sueños fuera ser futbolista porque era patoso y carecía de espíritu competitivo, ni bombero porque nunca vi desfilar el tópico camión rojo por la calle hasta ser ya mayor. Tampoco es probable que quisiera ser artista porque la mejor pintura que disfruté en la infancia fueron los almanaques con cuadros de Julio Romero o los cromos enmarcados en estuco que mi madre compró en lote completo a un vendedor que los llevaba a la espalda en grandes paquetes. Eran escenas bucólicas que se desarrollaban en jardines con esculturas y columnatas y las damas llevaban amplios vestidos y abanicos con los que se aventaban sus caritas rosadas. Todas tenían los ojos azules a juego con sus vestidos o con el cielo y lucían complicados moños de pelo gris en la nuca. A veces, los caballeros estaban en otro cuadro persiguiendo a caballo algún ciervo ayudados de sus perros. Llevaban pantalones muy ceñidos, botas altas de cuero bruñido y casacas rojas o azules y tricornios negros. Estaba claro que las damas no les esperaban con impaciencia porque se entregaban en los claros del jardín a juegos muy edificantes como la gallina ciega o el columpio. Ya llegarían los caballeros al acabar la caza como seguramente estaba pactado. En algunas escenas, el caballero se apoyaba en una columna neoclásica mientras requebraba claramente a una dama que fingía rubor. En estos casos la dama era rubia. Nunca había sirvientes que se ocupasen de tareas de su oficio; se ve que no eran necesarios o simplemente no existían en aquel mundo.
La música que más oí fue la sintonía del diario hablado de Radio Nacional y la canción española que sonaba como una consigna más entre la sordera de la comunicación de aquellos tiempos. Igual que las sesiones de discos dedicados a niños que habían hecho su primera comunión o a adultos que habían salido con éxito de alguna operación, quirúrgica, claro.
La escultura más sobresaliente que formaba parte del consumo espiritual era un toro de fieltro ensartado de banderillas con los colores nacionales y una bailarina flamenca con bata de lunares y pelo y ojos negrísimos como el toro. Tenían ambos su residencia al principio sobre la radio de válvulas y luego sobre el televisor cuando ya lo hubo, sobre un pañito bordado como un ruedo en el que se ignoraban paradójicamente uno y otra. Ni el toro embestía a la bailarina pese a ir vestida de rojo ni la bailarina mostraba temor a la amenaza del toro.
De otras artes como la literatura hubo algunos ejemplos como una edición de cuentos de Calleja, alguna enciclopedia y más tarde otros libros más relacionados con la escuela que con la literatura. Hubo un libro algún tiempo que mi padre, a veces en voz alta, leía por cuadernillos y que apilaba y cosía en un pequeño artilugio de madera que luego resultó ser un buen tomo de aventuras de un tal Diego Lucientes o Corrientes y de un torero que llevaba traje de luces, cosa que no me podía imaginar cómo fuese aquello, pues pensaba que se romperían todas las bombillas a la mínima briega con el toro. El universo decadente de Carmen la de Ronda, el pasodoble El relicario y Manuel Benítez, El cordobés.
Con este panorama, ¿cómo podría tener sueños?. Aunque, bien pensado, a lo mejor mis sueños eran esto.