jueves, 29 de noviembre de 2012

Teoría sbre espejos


 TEORÍA SOBRE ESPEJOS
Cuando Leoncio Venteo El  bueno tenía que recuperar una tarea aplazada empezaba diciendo: A ver, ¿cómo me llamo yo? – Me llamo Leoncio, se repondía. Esto era una vieja costumbre que adquirió a raiz de un problemilla ético que tuvo cuando estudiaba ingeniería en Deusto. La dureza de la disciplina que voluntariamente  se impuso en los estudios le llevó a querer anular la mitad de su personalidad, aquella que le empujaba a la pereza y la holganza  y que resultaba nefasta para cumplir sus objetivos académicos. Así que una noche cuando se acostó cansado de luchar con logaritmos binarios, decimales y de base E decidió confinar en una botella como si fuera un genio naligno de aquellos de las mil y una noches a esa parte de su personalidad que le era hostil y tenía que derrotar cada vez que se enfrentaba a las matemáticas y sus aplicaciones.  Pero lo hizo ya en duermevela y nunca supo qué parte había sometido al ostracismo de la botella, si la negtiva, la de la holganza o la positiva, la disciplinada. Por eso, al principio lo primero que hacía cada mañana al despertarse  era preguntarse quién era y más tarde ya tenía que hacerlo a menudo, cuando cambiaba de tarea. A ver, ¿Cómo me llamo yo? con la esperanza de que la respuesta  fuera “yo me llamo Leoncio Venteo, el Bueno, el disciplinado” Casi siempre acertaba porque tenía en general buena conciencia de sí mismo.  Pero no siempre porque a veces quien respondía era Leoncio Venteo El malo  diciendo que era El Bueno y no lo advertía hasta que  entre dientes añadía  “Leoncio Venteo, sí,  el padre de, o el marido de, o el profe de.  Entonces  Leoncio se daba cuenta de que  había caído en una trampa  por la que unas veces  era   un mister jeckil y otras un mister hyde que lo hacía imprevisible o falso o contrario como pasa con los espejos, que la mano derecha aparece como la izquierda y viceversa. Por eso  todos los pintores que se autorretratan parecen  zurdos siempre que tuvieran el pincel en la mano, claro.   Cuando   se  daban cuenta del error no lo podían arreglar porque tenían que pintar al revés todo lo que veían en el espejo, cosa que debe ser casi imposible como no sea para el cerebro de una mujer o de un hombre que padezca bilateralidad, que no sé si solucionaría el problema.  En los casos a los que me refiero, Leoncio Venteo  padecía por tanto una especie de zurdez mental; Leoncio el malo era  una imagen especular de Leoncio el bueno y como no había un espejo real para descubrir el efecto, nadie, ni él mismo,  sabía con toda seguridad quién era realmente,  si míster jeckill o míster hyde.  Con un espejo delante sería fácil: a ver: mister jeckil es el que mira al espejo y míster hyde el mirado,  aunque  no está tan claro: el del espejo está ostensible mirando al que mira al espejo. Mejor dejémolo, parece que aunque no esté claro  ya se  va entendiendo, ¿no? Con los personajes de Stevenson  era fácil,  cubro de pelo y le doy un aspecto bestial a mister Hyde y así el lector lo distingue pronto y bien del doctor Jeckill. En el cine el efecto es más patente.  Pero claro, Leoncio Venteo no bebía brebajes que le cambiaran de aspecto, por lo cual siempre parecía uno u otro...  Así que , como dije antes ni nadie ni él propio Leoncio Venteo sabía a ciencia cierta quién de los dos era, el bueno o el malo. 
Primero pensó en llevar siempre consigo un espejo de mano para verse la cara. Pero lo tuvo que descartar porque además necesitaría ponerse un pendiente a alguna de las orejas, lo que no arreglaría nada porque en el espejo aparecería al revés. Además, en aquel tiempo no estaba de moda que los chicos se pusieran pendientes (eran los tiempos en que se daba cuerda a los relojes).  Asi que vivió en una crisis de identidad durante muchos años, sobreviviendo con toda la dignidad que pudo hasta que inventaron  otros ingenieros como él “la nube”. Allí tiene almacenados todos sus documentos, perfiles, avatares, agendas, nicks y passwords incluso una copia en 3D del carnet de identidad que se puede volver del revés y ver el dorso. Desde entonces su iphone le despierta cada mañana diciendo “Buenos días , soy Leoncio Venteo El Bueno o El Malo (que esto es aleatorio) y no me voy a mirar al espejo”. Leoncio se fía porque poco a poco  ha llegado a ser sacerdote de la secta Apple aunque en el fondo de su corazón sigue fiel a linux (pervivencia de la doble personalidad de Leoncio). Se fía porque  las máquinas carecen de subjetividad. Lo malo es que el Iphone 10 ya será inteligente y tomará sus propias decisiones a la hora del despertador. Leoncio está aterrado porque a pesar de todo se lo comprará.

lunes, 2 de julio de 2012

Viaje en tren

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Cuando yo tenía 10 años o más  mis padres me llevaron a Barcelona , a la clinica del  doctor Barraquer, un oftalmólogo que fue muy famoso en su día. Salimos al día siguiente de su muerte, que nos enteramos por la radio el día anterior pero no se podia anular un proyecto tan importante que llevó meses de planificación. Fuimos en tren uno de aquellos verdes con asientos azules de plástico, pasillos y compartimentos forrados de madera y ventanillas levadizas con asideros de bronce y tardamos día y medio. Antes, hasta Alcázar fuimos en tercera clase, en un vagón con bancos de listones de madera marnizada y sus plataformas al aire libre.  En alguna parada mi madre compró por la ventanilla una botella de gaseosa pero le dieron agua con gas  y como no la había bebido nunca y no tenía azúcar le supo mal y la tiró pensando que estaba mala o  que la habían engañado. Esto lo comprendí mucho tiempo después pero me quedé sin mi gasesosa. También conocí en aquel viaje los quesitos en porciones, que llevaban unos emigrantes a Francia y me dieron uno. Me pareció delicioso, suave, todo crema y con una sabor exótico. Viajábamos con una cesta de mimbre que mi padre compró al efecto, llena de jamón, queso, tortilla de patatas y pan y todo lo que se puediera necesitar sin tener que comprarlo. Pero era más o menos la comida de siempre.   Después, quizá en Alcázar conocí el queso de bola, forrado de una capa de cera roja, muy atractiva y de un amarillo anaranjado seductor.

La estación de Francia. Aquello sí que era una estación, aqunque más parecía una ciudad entera donde solo vivían trenes casi siempre parados y la gente se movía como las hormigas en chorros bastante desordenados.  En la Barceloneta nos alojamos en una pensión. Se veía el puerto y buena parte de lo que mi padre decía que era un barco, pero yo no lo creí del todo porque parecía un edificio más, de los más altos, aunque demasiado blanco en relación a los otros. Mi padre compró un coco y no pudo romperlo sino cascándolo en el quicio de la puerta, que era enorme, como las de las posadas del siglo XIX. Al romperse, el agua del coco resultó ser verdosa y hubo que tirarlo. En un bazar de al lado  me compraron mi primer  reloj, precioso, dorado  y con pulsera de cuero marrón. Les presioné mucho para que me lo compraran  y siempre estaré arrepentido por mi comportamiento injusto y porque luego supe que aquel viaje y la consulta del médico lo habían pagado con cinco mil pesetas que mi padre pidió prestado al ingeniero jefe de montes. Luego dio orden de que no lo devolviera así que no sé si fue un regalo o una limosna. Cunado fuimos a la clínica en la calle Muntaner cayó la tormenta más espectacular que he visto en una ciudad. El agua no se la tragaba la tierra como en los pueblos y corría calle abajo como un río. Nos refugiamos en un bar que se llamaba El pesebre hasta que pasó. Tenía la barra decorada con paja pegada con goma árabiga y toda ella parecía un pesebre y seguramente  había por las paredes aperos de labranza pero no me acuerdo. De lo que si me acuerdo, ya en la clínica,  es del rey de Arabia, que pasó por el vestíbulo hacia su consulta con su escolta de dignatarios vestidos con unas túnicas maravillosas, como las de los reyes magos que se veían en las cabalgatas de Madrid. Ahora que lo pienso he visto reyes dos veces, el otro fue el rey Balduino en la playa de Motril, que iba paseando solo,  con un traje azul, deportivo, eso sí. Al nuestro solo lo vi siendo  príncipe, así que no cuenta como rey.  Por tanto, estoy por encima de la media en cuanto a codearse con reyes se refiere. Debo ser una persona afortunada.  La clínica tenía suelos y frisos de mármol y en conjunto el espacio no me pareció que desentonara con reyes pasando por allí, que, desde luego, no sentaron a esperar como nosotros. Entraron tan decididamente y tan recto que parecía que ya sabían dónde ir. En las paredes había varias vitrinas llenas de ojos diseccionados en cortes diversos y sumergidos en un líquido transparente. Los miré todos uno a uno y la exposición me  pareció  muy interesante aunque de mal gusto y eso que no parecía restos de cadáveres sino objetos didácticos como las pobres fotos de los libros de texto de aquel tiempo.   Ya nos imaginábamos que  no me iba a ver el Doctor Barraquer en persona ni siquiera su hijo, que parece que tenía cita con el saudí aquel. El doctor que me atendió en la clínica se llamaba Litgow, era inglés o irlandes y hablaba castellano con un fuerte acento catalán. Decía eh que sí, en vez de a que sí como decimos por aquí. Me miró los ojos en varias máquinas y no recuerdo que nos dijera nada ni bueno ni malo pero nos dieron un cuadernito con el emblema de la clínica y dentro  había una receta y un disagnóstico en el que se apreciaba “sal y pimienta” en la retina que no me pareció de tan alto nivel como la fama de la clínica, sus mármoles y sus reyes. Después usé aquel cuadernillo  en mis visitas a otros médicos para que vieran que me habían tratado médicos de postín, que mi enfermedad no era cualquier cosa y que de alguna manera yo era un paciente ilustre: no me lloraban los ojos ni tenía orzuelos ni otras enfermedades vulgares. En la clínica del doctor Buigues, otro oftalmólogo famoso, tenían un mismo ambiente parecido al de la clínica Barraquer, donde mi caso uno parecía más científico que clínico. La clínica de la Concepción en cambio parecía más bien un hospital. A todos estos sitios me llevaron mis padres para evitar que perdiera la vista en plena adolescencia y no fuera un inútil como los tullidos que todavía abundaban por las calles o los ciegos que vendían cupones en las esquinas. Le debo a mi amiga Esperanza la advertencia de lo valientes que fueron  para hacer lo que hicieron por mí con toda  su pobreza pero también toda su dignidad. Algunas de estas cosas fueron sin duda en perjuicio de mis hermanas y nunca he encontrado el modo de devolverles la  parte que les tocaba a ellas. Las he querido mucho a las tres  pero nunca se lo dije a niguna y aunque sé que esta es la mejor forma de pago  me parece poco reconocimiento sólo decírselo.  
Después de la consulta visitamos a una familia que nos habían recomendado no me acuerdo por qué. Vivían en un piso diminuto, de charnegos, con mucho ladrillo visto y balcones con ropa tendida y olor a comida de olla exprés.  Como  se habían comprado un frigorífico, ya sabes, kelvinator, o Pingüino, querían deshacerse de una nevera pequeña como las de los hoteles, así que se  la regalaron a mi madre y allá que cargó con ella hasta la finca  en que vivíamos sin luz eléctrica  en el corazón de la Mancha.  El hielo nos lo traían cada dos o tres días desde Ciudad Real en aquellas barras que transportaban envueltas en sacos de rafia y que cada vez eran más pequeñas según pasaban los días. Llegaba cada tarde en  un autobús desvencijado que tenía por mal nombre “el talgo” debido a la socarronería manchega y, aparte de la radio, era el medio de comunicación de que disponíamos con el mundo exterior. En la puerta interior  tenía un bonito grifo de bronce para el desagüe del hielo que era el artilugio tecnológico más avanzado de la nevera, pero mantenía la fruta fresca. Como nadie tenía nevera por ellí  nos dio un cierto estatus que nos duró hasta que pudimos tener un televisor pequeñito que funcionaba con baterías de coche y que cundo se iba gastando la pila nos ofrecía unaimagen cada vez más pequeña u  luego se apagaba hacia el final de cada película dejando en pantalla una banda brillante  cada vez más estrecha hasta que se quedaba negra toda ella.   
Ahora que me lo recuerdas también anduvimos por el barrio gótico pero sólo tengo en la memoria  el color de las piedras y no disfruté porque íbamos con un tío de mi madre y su mujer a la que despreciaba y llamaba Hilaria aunque no se llamaba así, solo para insultarla. Yo me daba cuenta de todo, hasta de que el punto de vista  que ellos le daban al barrio era el de non sancto, una curiosidad para visitar de día y ver tiendas, que ya las había para turistas, pero no había más remedio que pasar por allí si se quería ver la catedral. En su conjunto a mí me pareció un barrio delicioso, como de otro tiempo o de otra ciudad distinta. 

miércoles, 20 de junio de 2012

Fábula de fuentes




En esta foto aparece la fuente que construí en mi jardín. Con una maceta, una teja , cuatro piedras volcánicas y una bomba. Fábula de fuentes llama Jorge Guillén a la infanciay luego glosa el verso García Lorca en Tu infancia en mentón:
Tiempo en profundidad: está en jardines. 

Mira cómo se posa. Ya se ahonda. 

Ya es tuyo su interior. ¡Qué trasparencia 

de muchas tardes, para siempre juntas! 

Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.

Es que a mí , cuando era niño, lo que más me sorprendía cuando visitaba a mis tíos y abuelos en los cortijos de la sierra de Segura era ver fuentes por el campo, fuentes cuidadas por los que pasaban, frescas y limpias donde todo el mundo podía beber y donde se saludaba la gente y, como obligadamente bebían agua mientras se intercambiaban palabras de cortesía y circunstancias. Se preguntaba por los enfermos y por los ausentes, que normalmente estaban en Barcelona o Palmas, que es como llamaban a Palma de Mallorca. Luego se despedían también cortésmente y si eran desconocidos se llamaban entre sí hermano o hermana si eran mayores. Todas las fuentes estaban redadas de árboles y al borde de los caminos. En las más castizas el agua  del venero se recogía  mediante una teja como en mi fuente o se le adaptaba una caña o un tubo. La teja vertía el agua en un tronco ahuecado al efecto para que bebieran las bestias de carga y a veces eso tronco se vertía en otro más puesto sobre piedras grandes  de manera desigual adaptándose  al terreno. Las que había construido el gobierno estaban al borde de las carreteras porque aparecieron con la obra. Eran de piedra y cemento y tenían un caño de bronce y un pilar grande y alto. Muchas tenían  una placa en relieve con el distintivo del organismo oficial que las construyó, generalmente algo parecido a un hacha  y un  martillo rodeados de brotes de olivo, eso en pleno franquismo. Tengo desde hace más de veinte años como llavero  una medalla de bronce  que le dieron a mi padre por ser guarda forestal y lleva ese logotipo. Cómo no me voy a acordar.  Eran carreteras de tierra y algunas fuentes se mantuvieron al recubrirlas de asfalto muchos más tarde. Todavía cuando me encuentro alguna me gusta pararme y beber agua, pero cada vez es más difícil por el tráfico. Los patricios y emperadores romanos y los reyes y nobles  castellanos también ponían sus escudos y placas conmemorativas. Carlos V hizo construir una en Segura de la Sierra, un pueblo frente al mío. Durante la Segunda República se construían de ladrillo visto con perfiles y lóbulos sencillos pero sólidos y algunas tienen como un atrio con bancos de la misma obra para sentarse en semicírculo y pasar la tarde de charla. Naturalmente, cuando vi los lavaderos públicos de Parcent y de Belreguart, creo que era y otro en un pueblo  al pie del Cavall verd me recordaron aquellas fuentes y aquellos tiempos aunque eran lavaderos municipales, fuentes de pueblo y no fuentes del campo, sin dueño  ni autor.  Eran los tiempos en que a nivel de comunidad o individualmente  había una idea de lo público como algo bueno para todos, respetable por  socialmente útil.  Lo público socializa y la sociedad es gracias a lo público. ¿Por qué es tan difícil de entender para algunos? Hasta una humilde fuente del campo nos puede explicar la historia y por tanto qué somos y de donde venimos y algunos la quieren borrar para confundirnos o hacernos ignorantes. Quieren borrar dos mll años de pensamiento , de memoria colectiva. Ellos son los ignorantes. En fin, que me hice una fuente porque estaba obligado a ello, no porque soy un caprichoso. Yo sé quien soy y de donde vengo y por qué hago las cosas.

domingo, 27 de mayo de 2012

Misiva


A Chema
There is a house in New Orleans
They call the Rising Sun
It's been the ruin of many a poor girl
And me, Oh Lord! was one




Nueva orleans, la ciudad de Louis Armstrong y Tennessy Williams, la ciudad de Canal Street  al borde del Mississipi, el de las vidas y obras de  Huck Finn y Tom Sawyer… y del Katrina.  La ciudad de los mil colores, raza, y culturas.
¿Pero, qué le pasó a aquella chica del prostíbulo o casa de juego de Nueva Orleáns? Por qué tuvo que irse  de su casa a aquella ciudad  a buscarse la vida?  Seguro que su padre era un borracho y no podía mantener a su familia. Solo tenía dos hijas. A lo mejor ese era el problema para él. No tener un hijo machote al que enseñar a lanzar pelotas de béisbol. ¿qué iba a hace él con dos hijas inútiles el tiempos de dura crisis, desempleo y hambruna hasta para los blancos? Así que la chica dejó la casa con los pantalones vaqueros nuevos que le cosió su madre y se fue a trabajar en lo que sólo las mujeres como ella podían hacerlo. En alguna visita a casa su madre y su hermana le decían que se alejara de aquella casa, que era la única manera de librarse  de apostadores y borrachos. Pero  quizá no eran muy diferentes de su propio padre, así que, aunque se arrepiente de haber elegido aquella vida vuelve en el tren a la casa de Nueva Orleans  a arrastrar la bola con la cadena, como ella dice. ¿Pero acaso pudo elegir? ¿Qué había en Nueva Orleáns para ella que no fuera The rising sun?
Nadie tiene realmente muchas opciones.  No se puede elegir nunca entre ser rico o pobre,  guapa o fea,  de izquierdas o de derechas.
Todo el mundo en Nueva Orleans sabe que  la verdadera House of the Rising Sun estaba en la calle St. Louis , y que su nombre se debe a la madame que regentaba el local, Marianne Le Soleil Levant, cuyo apellido francés equivale en inglés a "The Rising Sun" y por eso puso ese nombre a la casa. Pero nadie sabe  como se llamaba  el autor de la canción ni menos el de la chica que la protagoniza y que seguramente la cantó ella misma más de una vez. En realidad  la cantó todas las noches durante algunos años ya en  su madurez como una concesión de la madame a sus servicios prestados en sus mejores tiempos    hasta que al final acabaron abucheándola, cansados los hombres de oir la misma historia. Una historia de la que ellos mismos habían sido personajes secundarios, cosa  que ya no querían reconocer y  se acababan desentendiendo, sin  querer darse cuenta de que eran ya tan maduros como ella y las otras jóvenes les miraban con asco en la habitación. Ella, al terminar su canción  los miraría con pena, sentiría más pena de ellos que de sí misma y saldría del pequeño escenario haciendo un gesto de dignidad irguiendo el pecho y echándose la punta del echarpe sobre el hombro. Si a ella no le quedaba más oficio que  para cantar su número cada noche , a ellos tampoco les quedaba mucho más que escucharlo aunque abuchearan al final.  
Pero cómo  terminó la historia? Algunas historias no terminan.  Son siempre la misma historia y cuando a alguien se le ocurre un final solo le sirve para hacer una película como Prety woman o algo así pero en la realidad no existe un final.  La chica ya madura regresa a la Casa del Sol Naciente y la madame le dice, chica ya sabía yo que volverías, que no te quedarías mucho tiempo en tu pueblo, aquel no es ambiente para una chica como tú, vuelve a tu antigua habitación, descansa que mañana te espera una dura tarea, que hay muchos que han preguntado por ti porque solo quieren estar contigo. Mentira. Cada vez menos. Hasta que algunos días nadie la buscó y luego algunas semanas enteras hasta que la madame le insinuó que era una carga para la casa del sol naciente. Ya no puedes ni cantar tu historia, mon amour, se han cansado de oir tus lamentos y además creo que les haces sentirse culpables de algo ma  petite fille. Pero ¿adónde ir? Solo la calle está abierta para chicas como ella, solo el arroyo.

martes, 20 de julio de 2010

Sueños infantiles

He oído decir a uno que se confiesa artista que ahora que es adulto se dedica a hacer reales sus sueños infantiles. Lo dice como si fuera su mayor logro en la vida y con la intención clara de suscitar envidia o al menos admiración. Evidentemente es un artista o por lo menos vive de alguna clase de arte. No tengo ninguna duda de que su tarea se basa en una actitud muy positiva ante la vida y es muy gratificante para él. Debe tener una lista de sueños en la que va punteando uno por uno cada sueño realizado. Quizá tenga una escala de progreso de varios a la vez con lo que entablará una pequeña competición muy estimulante entre los alcances de unos sueños y otros. Una vida emocionante. Aunque lo más probable es que se dedique a la pintura o a la música y cada cuadro o composición sea un sueño de su razón. Sin embargo no se viste como un artista: ni lleva una gorra extraña ni tirantes, sólo lleva un pendiente de la oreja que parece un crucifijo.

Mientras pensaba en esto he intentado inventariar mis sueños infantiles y no he conseguido recordar ninguno. Es más, ni siquiera creo que pueda indentificarlos entre otros recuerdos. No creo que uno de mis sueños fuera ser futbolista porque era patoso y carecía de espíritu competitivo, ni bombero porque nunca vi desfilar el tópico camión rojo por la calle hasta ser ya mayor. Tampoco es probable que quisiera ser artista porque la mejor pintura que disfruté en la infancia fueron los almanaques con cuadros de Julio Romero o los cromos enmarcados en estuco que mi madre compró en lote completo a un vendedor que los llevaba a la espalda en grandes paquetes. Eran escenas bucólicas que se desarrollaban en jardines con esculturas y columnatas y las damas llevaban amplios vestidos y abanicos con los que se aventaban sus caritas rosadas. Todas tenían los ojos azules a juego con sus vestidos o con el cielo y lucían complicados moños de pelo gris en la nuca. A veces, los caballeros estaban en otro cuadro persiguiendo a caballo algún ciervo ayudados de sus perros. Llevaban pantalones muy ceñidos, botas altas de cuero bruñido y casacas rojas o azules y tricornios negros. Estaba claro que las damas no les esperaban con impaciencia porque se entregaban en los claros del jardín a juegos muy edificantes como la gallina ciega o el columpio. Ya llegarían los caballeros al acabar la caza como seguramente estaba pactado. En algunas escenas, el caballero se apoyaba en una columna neoclásica mientras requebraba claramente a una dama que fingía rubor. En estos casos la dama era rubia. Nunca había sirvientes que se ocupasen de tareas de su oficio; se ve que no eran necesarios o simplemente no existían en aquel mundo.

La música que más oí fue la sintonía del diario hablado de Radio Nacional y la canción española que sonaba como una consigna más entre la sordera de la comunicación de aquellos tiempos. Igual que las sesiones de discos dedicados a niños que habían hecho su primera comunión o a adultos que habían salido con éxito de alguna operación, quirúrgica, claro.

La escultura más sobresaliente que formaba parte del consumo espiritual era un toro de fieltro ensartado de banderillas con los colores nacionales y una bailarina flamenca con bata de lunares y pelo y ojos negrísimos como el toro. Tenían ambos su residencia al principio sobre la radio de válvulas y luego sobre el televisor cuando ya lo hubo, sobre un pañito bordado como un ruedo en el que se ignoraban paradójicamente uno y otra. Ni el toro embestía a la bailarina pese a ir vestida de rojo ni la bailarina mostraba temor a la amenaza del toro.

De otras artes como la literatura hubo algunos ejemplos como una edición de cuentos de Calleja, alguna enciclopedia y más tarde otros libros más relacionados con la escuela que con la literatura. Hubo un libro algún tiempo que mi padre, a veces en voz alta, leía por cuadernillos y que apilaba y cosía en un pequeño artilugio de madera que luego resultó ser un buen tomo de aventuras de un tal Diego Lucientes o Corrientes y de un torero que llevaba traje de luces, cosa que no me podía imaginar cómo fuese aquello, pues pensaba que se romperían todas las bombillas a la mínima briega con el toro. El universo decadente de Carmen la de Ronda, el pasodoble El relicario y Manuel Benítez, El cordobés.

Con este panorama, ¿cómo podría tener sueños?. Aunque, bien pensado, a lo mejor mis sueños eran esto.

viernes, 29 de enero de 2010

Foto antigua de Lola Labrador

El día en que me fue anunciada Lola Labrador era ya luminoso y fresco a pesar de la hora temprana. Tuvo que ser un lunes porque la anunciación sucedió en el momento en que subí a “El TALGO” para volver a la ciudad después de pasar el fin de semana en casa o algunas vacaciones en la finca donde vivía por entonces con mis padres en medio de ninguna parte. El TALGO era el autobús que recorría la ruta desolada de la comarca de los montes recogiendo a la gente y los llevaba al médico, al colegio menor o a las oficinas de la administración pública. Se llamaba irónicamente así por la escasa velocidad que desplegaba y más que un autobús era una camioneta con asientos y un portón trasero donde se amontonaban los equipajes. La conducía Lucio, el propietario de la línea y a veces tenía que descargar unos cuantos bultos para encontrar el del pasajero que se quedaba en una parada intermedia. No podían llamarse sino bultos porque apenas había viajeros que llevasen maletas. Mas que viajeros era gente que transportaba cosas a su pueblo: las cajas de fruta del tendero de Fontanarejo, el azadón nuevo parra arrancar cepas de brezo que se compró el parado de Navalpino, el saco de pan para el tenducho de La Sinfo, la garrafa de vino para el Chilanque, etc. El vestido de novia comprado en la calle Postas lo llevaba la propia en el regazo para que no se aplastase la caja, así como los estudiantes llevábamos los paquetes de libros o carteras.

Aquel lunes subí al autobús y me sorprendió la novedad de que Lola Labrador también viajaba en él. Tenía entonces la cara redonda y encendida, el pelo a media melena y vestía una blusa blanca como a veces se muestra todavía después de más de treinta años. Iba sentada en la banqueta de atrás, al final del pasillo entre otros chicos de nuestra edad que íbamos al mismo sitio y al mismo negocio: éramos los pocos jóvenes del medio rural que estudiaban. Su actitud reflejaba la felicidad de la independencia que le suponía dejar su casa por una semana: iniciaba una canción tras otra y empujaba a los otros chicos a corear y dar palmas, se intercambiaba el asiento con los más marchosos, pisaba los pies a algunos y respondía con agilidad y donaire a las provocaciones. La alegría de ser ella misma le manaba por los ojos, se le derramaba por la cara y la esparcía por el aire por la punta de los dedos y los mechones de la melena. Desde principio a fin contagió su alegría a toda la banqueta de atrás, a todo el autobús y a todo el viaje. Cuando llegamos a la ciudad nos bajamos del autobús, nos dispersamos y no la vi más ni la eché de menos nunca. Pero todo estaba escrito y algo seguía su curso.

Durante mucho tiempo olvidé aquél día y aquel momento, hasta que algún detalle insignificante o un conjunto de ellos me reveló que esta Lola sólo puede ser aquella del anuncio de aquel día en el TALGO decía “ esta mujer que ves ahí (¿a que tiene buena pinta, eh?) no está todavía en tu dimensión por razones que no vienen al caso, pero cuando todas las condiciones sean propicias te será revelada, entrará en tu tiempo y espacio y será muy importante para ti”.

viernes, 13 de junio de 2008

Sandalio

Uno de mis mayores méritos es que en mi infancia conocí a uno de los soldados de la guerra de Cuba. Una guerra de hace cien años. Se llamaba Sandalio y tenía los ojos llorosos permanentemente no sé si por su edad o por haber sido soldado en la manigua. Cuando se hablaba de él siempre se preguntaba con el respeto debido a un pariente lejano ¿cómo está Sandalio, será muy mayor ya , no?

-Está más que mayor, ten en cuenta que estuvo en la guerra de Cuba, pero todavía fuma y cría su hortal como nosotros y además las mejores patatas y nabos son los suyos.

En esta foto en sepia aparece Sandalio con sus abarcas , su gorra y su chambra sobre la camisa blanca. Es alto y delgado y lleva la barba de toda la semana entrecana desde hace más de cuarenta años y tiene un brillo húmedo en los ojos que los hace parecer llorosos. Pero son los ojos profundos del que ya ha lo ha visto todo y está orgulloso de ser un superviviente, no sólo de la guerra de Cuba, sino un superviviente en general. En esa profundidad negra hay un destello de regocijo que no se apaga cuando dice su edad ni cuando una vez más se le alaba su aspecto físico que admite condescendiente . Se podría decir que conoce la importancia de su papel de ancestro vivo y lo representa con enorme dignidad.

Entre los héroes de aquella guerra perdida figuran algunos oficiales olvidados pero no figura Sandalio, que ni fue oficial ni siquiera tiene apellidos que por aquí ni falta que hacían, porque cuando había dos nombres iguales se concretabann con la pertenencia al padre, a la mujer o al marido; así mi abuelo era Manuel el de la Juana y mi padre, Amalio el de Manuel. Pero Sandalio es ya tan viejo y está tan solo que no pertenece a nadie, sólo a la memoria de los que saben que estuvo en la guerra de Cuba.


(Según un registro de pasajeros existente (hay muchos y el más antiguo es de 1509), Sandalio Sancho desembarcó en La Habana el 28 de enero de 1853. Llegó desde Barcelona en “La siempreviva”, procedente de Barcelona, y no puede ser de ninguna manera el Sandalio que yo conocí porque de lo contrario, en aquel tiempo ya tendría más de cien años , ¿pero qué más da?