El día en que me fue anunciada Lola Labrador era ya luminoso y fresco a pesar de la hora temprana. Tuvo que ser un lunes porque la anunciación sucedió en el momento en que subí a “El TALGO” para volver a la ciudad después de pasar el fin de semana en casa o algunas vacaciones en la finca donde vivía por entonces con mis padres en medio de ninguna parte. El TALGO era el autobús que recorría la ruta desolada de la comarca de los montes recogiendo a la gente y los llevaba al médico, al colegio menor o a las oficinas de la administración pública. Se llamaba irónicamente así por la escasa velocidad que desplegaba y más que un autobús era una camioneta con asientos y un portón trasero donde se amontonaban los equipajes. La conducía Lucio, el propietario de la línea y a veces tenía que descargar unos cuantos bultos para encontrar el del pasajero que se quedaba en una parada intermedia. No podían llamarse sino bultos porque apenas había viajeros que llevasen maletas. Mas que viajeros era gente que transportaba cosas a su pueblo: las cajas de fruta del tendero de Fontanarejo, el azadón nuevo parra arrancar cepas de brezo que se compró el parado de Navalpino, el saco de pan para el tenducho de La Sinfo, la garrafa de vino para el Chilanque, etc. El vestido de novia comprado en la calle Postas lo llevaba la propia en el regazo para que no se aplastase la caja, así como los estudiantes llevábamos los paquetes de libros o carteras.
Aquel lunes subí al autobús y me sorprendió la novedad de que Lola Labrador también viajaba en él. Tenía entonces la cara redonda y encendida, el pelo a media melena y vestía una blusa blanca como a veces se muestra todavía después de más de treinta años. Iba sentada en la banqueta de atrás, al final del pasillo entre otros chicos de nuestra edad que íbamos al mismo sitio y al mismo negocio: éramos los pocos jóvenes del medio rural que estudiaban. Su actitud reflejaba la felicidad de la independencia que le suponía dejar su casa por una semana: iniciaba una canción tras otra y empujaba a los otros chicos a corear y dar palmas, se intercambiaba el asiento con los más marchosos, pisaba los pies a algunos y respondía con agilidad y donaire a las provocaciones. La alegría de ser ella misma le manaba por los ojos, se le derramaba por la cara y la esparcía por el aire por la punta de los dedos y los mechones de la melena. Desde principio a fin contagió su alegría a toda la banqueta de atrás, a todo el autobús y a todo el viaje. Cuando llegamos a la ciudad nos bajamos del autobús, nos dispersamos y no la vi más ni la eché de menos nunca. Pero todo estaba escrito y algo seguía su curso.
Durante mucho tiempo olvidé aquél día y aquel momento, hasta que algún detalle insignificante o un conjunto de ellos me reveló que esta Lola sólo puede ser aquella del anuncio de aquel día en el TALGO decía “ esta mujer que ves ahí (¿a que tiene buena pinta, eh?) no está todavía en tu dimensión por razones que no vienen al caso, pero cuando todas las condiciones sean propicias te será revelada, entrará en tu tiempo y espacio y será muy importante para ti”.