lunes, 2 de julio de 2012

Viaje en tren

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Cuando yo tenía 10 años o más  mis padres me llevaron a Barcelona , a la clinica del  doctor Barraquer, un oftalmólogo que fue muy famoso en su día. Salimos al día siguiente de su muerte, que nos enteramos por la radio el día anterior pero no se podia anular un proyecto tan importante que llevó meses de planificación. Fuimos en tren uno de aquellos verdes con asientos azules de plástico, pasillos y compartimentos forrados de madera y ventanillas levadizas con asideros de bronce y tardamos día y medio. Antes, hasta Alcázar fuimos en tercera clase, en un vagón con bancos de listones de madera marnizada y sus plataformas al aire libre.  En alguna parada mi madre compró por la ventanilla una botella de gaseosa pero le dieron agua con gas  y como no la había bebido nunca y no tenía azúcar le supo mal y la tiró pensando que estaba mala o  que la habían engañado. Esto lo comprendí mucho tiempo después pero me quedé sin mi gasesosa. También conocí en aquel viaje los quesitos en porciones, que llevaban unos emigrantes a Francia y me dieron uno. Me pareció delicioso, suave, todo crema y con una sabor exótico. Viajábamos con una cesta de mimbre que mi padre compró al efecto, llena de jamón, queso, tortilla de patatas y pan y todo lo que se puediera necesitar sin tener que comprarlo. Pero era más o menos la comida de siempre.   Después, quizá en Alcázar conocí el queso de bola, forrado de una capa de cera roja, muy atractiva y de un amarillo anaranjado seductor.

La estación de Francia. Aquello sí que era una estación, aqunque más parecía una ciudad entera donde solo vivían trenes casi siempre parados y la gente se movía como las hormigas en chorros bastante desordenados.  En la Barceloneta nos alojamos en una pensión. Se veía el puerto y buena parte de lo que mi padre decía que era un barco, pero yo no lo creí del todo porque parecía un edificio más, de los más altos, aunque demasiado blanco en relación a los otros. Mi padre compró un coco y no pudo romperlo sino cascándolo en el quicio de la puerta, que era enorme, como las de las posadas del siglo XIX. Al romperse, el agua del coco resultó ser verdosa y hubo que tirarlo. En un bazar de al lado  me compraron mi primer  reloj, precioso, dorado  y con pulsera de cuero marrón. Les presioné mucho para que me lo compraran  y siempre estaré arrepentido por mi comportamiento injusto y porque luego supe que aquel viaje y la consulta del médico lo habían pagado con cinco mil pesetas que mi padre pidió prestado al ingeniero jefe de montes. Luego dio orden de que no lo devolviera así que no sé si fue un regalo o una limosna. Cunado fuimos a la clínica en la calle Muntaner cayó la tormenta más espectacular que he visto en una ciudad. El agua no se la tragaba la tierra como en los pueblos y corría calle abajo como un río. Nos refugiamos en un bar que se llamaba El pesebre hasta que pasó. Tenía la barra decorada con paja pegada con goma árabiga y toda ella parecía un pesebre y seguramente  había por las paredes aperos de labranza pero no me acuerdo. De lo que si me acuerdo, ya en la clínica,  es del rey de Arabia, que pasó por el vestíbulo hacia su consulta con su escolta de dignatarios vestidos con unas túnicas maravillosas, como las de los reyes magos que se veían en las cabalgatas de Madrid. Ahora que lo pienso he visto reyes dos veces, el otro fue el rey Balduino en la playa de Motril, que iba paseando solo,  con un traje azul, deportivo, eso sí. Al nuestro solo lo vi siendo  príncipe, así que no cuenta como rey.  Por tanto, estoy por encima de la media en cuanto a codearse con reyes se refiere. Debo ser una persona afortunada.  La clínica tenía suelos y frisos de mármol y en conjunto el espacio no me pareció que desentonara con reyes pasando por allí, que, desde luego, no sentaron a esperar como nosotros. Entraron tan decididamente y tan recto que parecía que ya sabían dónde ir. En las paredes había varias vitrinas llenas de ojos diseccionados en cortes diversos y sumergidos en un líquido transparente. Los miré todos uno a uno y la exposición me  pareció  muy interesante aunque de mal gusto y eso que no parecía restos de cadáveres sino objetos didácticos como las pobres fotos de los libros de texto de aquel tiempo.   Ya nos imaginábamos que  no me iba a ver el Doctor Barraquer en persona ni siquiera su hijo, que parece que tenía cita con el saudí aquel. El doctor que me atendió en la clínica se llamaba Litgow, era inglés o irlandes y hablaba castellano con un fuerte acento catalán. Decía eh que sí, en vez de a que sí como decimos por aquí. Me miró los ojos en varias máquinas y no recuerdo que nos dijera nada ni bueno ni malo pero nos dieron un cuadernito con el emblema de la clínica y dentro  había una receta y un disagnóstico en el que se apreciaba “sal y pimienta” en la retina que no me pareció de tan alto nivel como la fama de la clínica, sus mármoles y sus reyes. Después usé aquel cuadernillo  en mis visitas a otros médicos para que vieran que me habían tratado médicos de postín, que mi enfermedad no era cualquier cosa y que de alguna manera yo era un paciente ilustre: no me lloraban los ojos ni tenía orzuelos ni otras enfermedades vulgares. En la clínica del doctor Buigues, otro oftalmólogo famoso, tenían un mismo ambiente parecido al de la clínica Barraquer, donde mi caso uno parecía más científico que clínico. La clínica de la Concepción en cambio parecía más bien un hospital. A todos estos sitios me llevaron mis padres para evitar que perdiera la vista en plena adolescencia y no fuera un inútil como los tullidos que todavía abundaban por las calles o los ciegos que vendían cupones en las esquinas. Le debo a mi amiga Esperanza la advertencia de lo valientes que fueron  para hacer lo que hicieron por mí con toda  su pobreza pero también toda su dignidad. Algunas de estas cosas fueron sin duda en perjuicio de mis hermanas y nunca he encontrado el modo de devolverles la  parte que les tocaba a ellas. Las he querido mucho a las tres  pero nunca se lo dije a niguna y aunque sé que esta es la mejor forma de pago  me parece poco reconocimiento sólo decírselo.  
Después de la consulta visitamos a una familia que nos habían recomendado no me acuerdo por qué. Vivían en un piso diminuto, de charnegos, con mucho ladrillo visto y balcones con ropa tendida y olor a comida de olla exprés.  Como  se habían comprado un frigorífico, ya sabes, kelvinator, o Pingüino, querían deshacerse de una nevera pequeña como las de los hoteles, así que se  la regalaron a mi madre y allá que cargó con ella hasta la finca  en que vivíamos sin luz eléctrica  en el corazón de la Mancha.  El hielo nos lo traían cada dos o tres días desde Ciudad Real en aquellas barras que transportaban envueltas en sacos de rafia y que cada vez eran más pequeñas según pasaban los días. Llegaba cada tarde en  un autobús desvencijado que tenía por mal nombre “el talgo” debido a la socarronería manchega y, aparte de la radio, era el medio de comunicación de que disponíamos con el mundo exterior. En la puerta interior  tenía un bonito grifo de bronce para el desagüe del hielo que era el artilugio tecnológico más avanzado de la nevera, pero mantenía la fruta fresca. Como nadie tenía nevera por ellí  nos dio un cierto estatus que nos duró hasta que pudimos tener un televisor pequeñito que funcionaba con baterías de coche y que cundo se iba gastando la pila nos ofrecía unaimagen cada vez más pequeña u  luego se apagaba hacia el final de cada película dejando en pantalla una banda brillante  cada vez más estrecha hasta que se quedaba negra toda ella.   
Ahora que me lo recuerdas también anduvimos por el barrio gótico pero sólo tengo en la memoria  el color de las piedras y no disfruté porque íbamos con un tío de mi madre y su mujer a la que despreciaba y llamaba Hilaria aunque no se llamaba así, solo para insultarla. Yo me daba cuenta de todo, hasta de que el punto de vista  que ellos le daban al barrio era el de non sancto, una curiosidad para visitar de día y ver tiendas, que ya las había para turistas, pero no había más remedio que pasar por allí si se quería ver la catedral. En su conjunto a mí me pareció un barrio delicioso, como de otro tiempo o de otra ciudad distinta.