Cuando yo tenía 10 años o más mis padres me llevaron a Barcelona , a la clinica del doctor Barraquer, un oftalmólogo que fue
muy famoso en su día. Salimos al día siguiente de su muerte, que nos enteramos
por la radio el día anterior pero no se podia anular un proyecto tan importante
que llevó meses de planificación. Fuimos en tren uno de aquellos verdes con
asientos azules de plástico, pasillos y compartimentos forrados de madera y
ventanillas levadizas con asideros de bronce y tardamos día y medio. Antes,
hasta Alcázar fuimos en tercera clase, en un vagón con bancos de listones de
madera marnizada y sus plataformas al aire libre. En alguna parada mi madre compró por la ventanilla una botella
de gaseosa pero le dieron agua con gas y como no la había bebido nunca y
no tenía azúcar le supo mal y la tiró pensando que estaba mala o que la
habían engañado. Esto lo comprendí mucho tiempo después pero me quedé sin mi
gasesosa. También conocí en aquel viaje los quesitos en porciones, que llevaban
unos emigrantes a Francia y me dieron uno. Me pareció delicioso, suave, todo
crema y con una sabor exótico. Viajábamos con una cesta de mimbre que mi padre
compró al efecto, llena de jamón, queso, tortilla de patatas y pan y todo lo
que se puediera necesitar sin tener que comprarlo. Pero era más o menos la
comida de siempre. Después, quizá en Alcázar conocí el
queso de bola, forrado de una capa de cera roja, muy atractiva y de un amarillo
anaranjado seductor.
La estación de Francia. Aquello sí que era una estación, aqunque más
parecía una ciudad entera donde solo vivían trenes casi siempre parados y la
gente se movía como las hormigas en chorros bastante desordenados. En la Barceloneta nos alojamos en una
pensión. Se veía el puerto y buena parte de lo que mi padre decía que era un
barco, pero yo no lo creí del todo porque parecía un edificio más, de los más
altos, aunque demasiado blanco en relación a los otros. Mi padre compró un coco
y no pudo romperlo sino cascándolo en el quicio de la puerta, que era enorme,
como las de las posadas del siglo XIX. Al romperse, el agua del coco resultó
ser verdosa y hubo que tirarlo. En un bazar de al lado me compraron mi
primer reloj, precioso, dorado y con pulsera de cuero marrón. Les
presioné mucho para que me lo compraran y siempre estaré arrepentido por
mi comportamiento injusto y porque luego supe que aquel viaje y la consulta del
médico lo habían pagado con cinco mil pesetas que mi padre pidió prestado al ingeniero
jefe de montes. Luego dio orden de que no lo devolviera así que no sé si fue un
regalo o una limosna. Cunado fuimos a la clínica en la calle Muntaner cayó la
tormenta más espectacular que he visto en una ciudad. El agua no se la tragaba
la tierra como en los pueblos y corría calle abajo como un río. Nos refugiamos
en un bar que se llamaba El pesebre hasta que pasó. Tenía la barra decorada con
paja pegada con goma árabiga y toda ella parecía un pesebre y seguramente había por las paredes aperos de labranza
pero no me acuerdo. De lo que si me acuerdo, ya en la clínica, es del rey de Arabia, que pasó por el vestíbulo
hacia su consulta con su escolta de dignatarios vestidos con unas túnicas
maravillosas, como las de los reyes magos que se veían en las cabalgatas de
Madrid. Ahora que lo pienso he visto reyes dos veces, el otro fue el rey
Balduino en la playa de Motril, que iba paseando solo, con un traje azul,
deportivo, eso sí. Al nuestro solo lo vi siendo príncipe, así que no cuenta como rey. Por tanto, estoy
por encima de la media en cuanto a codearse con reyes se refiere. Debo ser una
persona afortunada. La clínica
tenía suelos y frisos de mármol y en conjunto el espacio no me pareció que
desentonara con reyes pasando por allí, que, desde luego, no sentaron a esperar
como nosotros. Entraron tan decididamente y tan recto que parecía que ya sabían
dónde ir. En las paredes había varias vitrinas llenas de ojos diseccionados en
cortes diversos y sumergidos en un líquido transparente. Los miré todos uno a
uno y la exposición me
pareció muy interesante
aunque de mal gusto y eso que no parecía restos de cadáveres sino objetos
didácticos como las pobres fotos de los libros de texto de aquel tiempo. Ya nos imaginábamos que no
me iba a ver el Doctor Barraquer en persona ni siquiera su hijo, que parece que
tenía cita con el saudí aquel. El doctor que me atendió en la clínica se
llamaba Litgow, era inglés o irlandes y hablaba castellano con un fuerte acento
catalán. Decía eh que sí, en vez de a que sí como decimos por aquí. Me
miró los ojos en varias máquinas y no recuerdo que nos dijera nada ni bueno ni
malo pero nos dieron un cuadernito con el emblema de la clínica y dentro había una receta y un disagnóstico en
el que se apreciaba “sal y pimienta” en la retina que no me pareció de tan alto
nivel como la fama de la clínica, sus mármoles y sus reyes. Después usé aquel
cuadernillo en mis visitas a otros
médicos para que vieran que me habían tratado médicos de postín, que mi
enfermedad no era cualquier cosa y que de alguna manera yo era un paciente
ilustre: no me lloraban los ojos ni tenía orzuelos ni otras enfermedades
vulgares. En la clínica del doctor Buigues, otro oftalmólogo famoso, tenían un
mismo ambiente parecido al de la clínica Barraquer, donde mi caso uno parecía
más científico que clínico. La clínica de la Concepción en cambio parecía más
bien un hospital. A todos estos sitios me llevaron mis padres para evitar que
perdiera la vista en plena adolescencia y no fuera un inútil como los tullidos
que todavía abundaban por las calles o los ciegos que vendían cupones en las
esquinas. Le debo a mi amiga Esperanza la advertencia de lo valientes que
fueron para hacer lo que hicieron
por mí con toda su pobreza pero
también toda su dignidad. Algunas de estas cosas fueron sin duda en perjuicio de
mis hermanas y nunca he encontrado el modo de devolverles la parte que les tocaba a ellas. Las he
querido mucho a las tres pero
nunca se lo dije a niguna y aunque sé que esta es la mejor forma de pago me parece poco reconocimiento sólo
decírselo.
Después de la consulta visitamos a una familia que nos habían
recomendado no me acuerdo por qué. Vivían en un piso diminuto, de charnegos,
con mucho ladrillo visto y balcones con ropa tendida y olor a comida de olla
exprés. Como se habían comprado un frigorífico, ya sabes,
kelvinator, o Pingüino, querían deshacerse de una nevera pequeña como las de
los hoteles, así que se la regalaron a mi madre y allá que cargó con ella
hasta la finca en que vivíamos sin luz eléctrica en el corazón de la Mancha. El
hielo nos lo traían cada dos o tres días desde Ciudad Real en aquellas barras
que transportaban envueltas en sacos de rafia y que cada vez eran más pequeñas
según pasaban los días. Llegaba cada tarde en un autobús desvencijado que tenía por mal nombre “el talgo”
debido a la socarronería manchega y, aparte de la radio, era el medio de
comunicación de que disponíamos con el mundo exterior. En la puerta
interior tenía un bonito grifo de
bronce para el desagüe del hielo que era el artilugio tecnológico más avanzado
de la nevera, pero mantenía la fruta fresca. Como nadie tenía nevera por ellí
nos dio un cierto estatus que nos duró hasta que pudimos tener un
televisor pequeñito que funcionaba con baterías de coche y que cundo se iba
gastando la pila nos ofrecía unaimagen cada vez más pequeña u luego se apagaba hacia el final de cada
película dejando en pantalla una banda brillante cada vez más estrecha hasta que se quedaba negra toda
ella.
Ahora que me lo recuerdas también anduvimos por el barrio gótico pero
sólo tengo en la memoria el color
de las piedras y no disfruté porque íbamos con un tío de mi madre y su mujer a
la que despreciaba y llamaba Hilaria aunque no se llamaba así, solo para
insultarla. Yo me daba cuenta de todo, hasta de que el punto de vista que ellos le daban al barrio era el de non
sancto, una curiosidad para visitar de día y ver tiendas, que ya las había para
turistas, pero no había más remedio que pasar por allí si se quería ver la
catedral. En su conjunto a mí me pareció un barrio delicioso, como de otro
tiempo o de otra ciudad distinta.