El día de los finados
La Mariacruz vívía casi al final de la Calle Traviesa. Estaba gorda como un tonel y coloradota como un bebedor de cerveza alemán . Cuando murió su marido se quedó sola con una hijita de cinco años blanca y rubia que siempre llevaba vestidos con lazos rosa en los hombros y la espalda. Crucita, no juegues en la calle, que te vas a llenar el vestido. Crucita nunca jugaba con niños y niñas en la calle, ni antes ni ahora que no tenía padre. Estaba siempre pulcra no porque no jugara, sino porque su madre quería demostrar que aún siendo viuda podía mantener a su hija siempre limpia y con los vestiditos nuevos.
A los pocos meses de su viudez se comenzó a rumorear por el pueblo que a la Mariacruz se le aparecía su marido. Una noche, estando en la cama oyó que llamaban a la puerta al estilo que lo solía hacer su marido cuando volvía de trabajar. Puso oído con mucho cuidado y no oyó nada más, pero pensó toda la noche que nadie podría llamar de aquella manera. Se culpó durante horas y durante días por no haberse asegurado abriendo la puerta hasta que otra noche oyó con claridad la misma llamada. Se levantó temblando y abrió la puerta pero no vio a nadie en la penumbra de la calle.
Pa los finaos trompos y cuerdas a los tejaos decían los chicos de mi calle cuando veían a alguno de nosotros haciendo bailar el trompo. Y había que tirarlos por voluntad propia o a la fuerza, nadie sabía por qué, quizá solo porque así lo prescribía el dicho.
El día de los finados por la mañana, acompañada de su hija y de su cuñada La Maricruz se dirigió al cementerio. Mientras caminaban, delante la Mariacruz con su hijita de la mano y detrás su cuñada, la Antonia, a Crucita le volaron las zapatillas por los aires. Pero hija, Antonia, cómo tienes valor a quitarle a la niña las alpargatas, no ves que se va a clavar un abrojo. Pero Mariacruz, cómo puedes pensar que le he hecho algo así a la niña, dijo la Antonia. Ha sido tu marido, que viene detrás de nosotros desde el puente.