
La Academia
Esta otra es una foto en la que aun están cerca los tiempos de la casa de la torre. Ahora vivo una vez más en una casa peculiar. Es lo que antiguamente se llamaba un hotelito, o sea, una casa exenta de las demás con tres plantas y grandes balcones. A los lados hay casa vulgares de dos plantas y más allá alguna bodega o antiguas casas de labor , así que se distingue bastante incluso para quien sea poco observador. Tiene upstairs y downstairs como las casas de las películas inglesas. Se puede circular alrededor de toda la casa que tiene pequeñas aceras y en las esquinas hay palmeras gigantes. Todo está un poco ennegrecido quizá por la proximidad de la estación de ferrocarril que forma como una isla con una paisaje de carbonilla a su alrededor. Con un poco de atención se pueden usar las llegadas de los trenes como reloj y de hecho alguno lo usamos como despertador, así que el día del terremoto nos sorprendió un supuesto tren demasisado intempestivo. Lo más importante de la fachada es la escalera, que tiene dos ramas a derecha e izquierda. Entre las dos hay una fuente de rocalla semioculta entre la yedra, como debe ser. Para que mane el agua hay que abrir un pequeño grifo de bronce que está ya gris. Sólo en ocasiones usamos la escalera como el día del ingreso o cuando nos visitan nuestros padres y en esos casos subimos por la derecha y bajamos por izquierda. Al entrar en la planta principal hay un gran salón con ventanas de vidrieras y pilastras decoradas con estuco. En el centro de la estancia una gran lámpara con cuentas de vidrio que no sé si llega a ser araña. Aquí se pudieron celebrar en otros tiempos pequeños bailes de sociedad al son de la gramola o veladas musicales con té y pastas inglesas. Frente a la entrada está la escalera que sube a la tercera planta y a la azotea. Desde aquí bajamos al comedor por la escalera de servicio tres veces al día o subíamos a los dormitorios por la principal una sola vez. Solo un pupilo de preu que jugaba al fútbol en el equipo local tenia el privilegio de subir a ducharse también por la tarde los días de entrenamiento. Las demás puertas que se abren al salón están absolutamente vedadas para nosotros y constituyen la residencia privadas del dueño , su mujer y un hijo al que nunca vemos y que también es profesor en el instituto. Tengo que decir en su honor y probablemente en el de toda su familia que años más tarde fue detenido por asistir a la primera asamblea local que celebró la embrionaria y proteica platajunta. Jamás se oye la radio o la televisión aunque a veces se oye sonar un piano. Casi prefiero imaginar que se trataba de los conciertos que todavía se retransmitían en directo desde Londres a través de Radio Nacional. No había biblioteca ni espacios comunes de ninguna clase ni tampoco los necesitamos mayormente porque los tiempos están rigurosamente medidos: por la mañana vamos al Instituto hasta mediodía, comemos, volvemos al Instituto, estudiamos hasta la hora de la cena y todos a la misma hora nos acostamos en nuestras literas. Cuando todos estamos en la cama, alguien dice “la luz” y el director la apaga; luego se queda un tiempo indefinido en la oscuridad de la entrada vigilando y carraspeando de vez en cuando.
Abajo, en los sótanos que están a nivel de la calle, está la carbonera, la cocina y otras dependencias de servicio a las que se accede desde la calle por una puerta lateral, que es por donde entramos porque en realidad, los pupilos somos parte del servicio. En estos tiempos han degenerado bastante estas instituciones, lo mismo que nosotros, que para no desentonar deberíamos ir vestidos de traje azul los días de diario y de tenis los domingos. De hecho, es condición del pupilaje aportar el propio colchón y la ropa de cama a la escuálida litera. Porque los pupilos ya no pertenecemos como en otros tiempos a la clase alta sino solo a una masa amorfa de funcionarios, propietarios rurales y políticos de pueblo que le darán lustre al régimen desasnando a sus hijos y a la vez los colocarán aparte entre los llamados a ser los herederos del poder local conquistado por derecho de victoria. Seremos la primera generación de cuadros básicos que al menos ha hecho el bachillerato y después oposiciones a banca o a la administración del estado, porque nuestros padres no pasaron de primaria o son francamente analfabetos. El modelo rural del que tenemos representación es pequeño terrateniente con tres hijos, el mayor heredero, el segundón sacerdote y el pequeño estudiante a pupilaje en academia de prestigio. El modelo urbano es heladero del pueblo espabilado que instala fabrica de hielo unos años antes de la llegada del frigorífico o el panadero que acaba de instalar horno y amasadora eléctricos y ha aumentado su beneficio renunciando a la leña. El modelo político es el simple hijo de alcalde de pueblo con cargo añadido en el partido único y del que tenemos dos o tres representantes. Otros somos más difíciles de clasificar.
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El edificio de la academia a la que nosotros damos un nombre menos noble, era propiedad de una familia que huyó a Inglaterra durante la guerra y allá sus hijos aprendieron la lengua de Shakespeare, así que, a la vuelta, al regente actual de “la academia” le resultó fácil hacerse con una cátedra de inglés en el Instituto. Para subsistir con la miseria de sueldo de funcionario convirtió la residencia familiar en internado para alumnos de fuera de la ciudad que iban al instituto primero y eran preparados después para oposiciones a banca. En mis tiempos de pupilaje , con la creación de la Escuela de Comercio ya ni se preparaban opositores, así que la institución era más un pensionado que una academia aunque conservaba un barniz docente presente en un par de horas de estudio en las que hacíamos las tareas de clase en absoluto silencio y bajo la vigilancia del dueño que aprovechaba para leer el Times. El estudio era un aula pequeña con pupitres antiguos dobles y uno individual junto al radiador en el que estaba prohibido sentarse porque tenia el tamaño exacto para desplegar un periódico inglés y nosotros no necesitábamos tanto. Por supuesto, no había más radiadores. Probablemente aquellos pupitres tenían mucho que ver con el mobiliario antiguo del instituto, o el que mandó poner el general Espartero cundo lo fundó sobre un convento de monjas mercedarias. Como consecuencia de alguna remodelación se aprovecharon los pupitres y una pizarra que la daban al estudio un aire clásico y este al edificio su único marchamo académico junto con los dormitorios con literas en batería y el comedor comunitario. Las comidas se hacían en silencio casi absoluto y el pan lo administraba personalmente el director. Era norma pedirlo por favor y él mismo se levantaba de su mesa y nos lo llevaba en trozos pequeños a la nuestra y nos lo servía con pinzas. Supongo que intentaba educarnos en abandonar aquel vicio de los pobres de hartarse de pan o era una medida de ahorro porque nos lo servía con una expresión entre displicente y de censura. Aunque quizá fuese por las dos cosas ya que en todo caso conseguía que pidiésemos el mínimo indispensable y de hecho nunca vi que sobrasen mendrugos ni aun migajas en ninguna mesa. Los demás platos no se acercaban a lo abundante pero estaban bien elaborados y nos los servia la cocinera más a la pata la llana y sin los añadidos de precocinados que aparecieron después en los comedores escolares abaratando y empobreciendo el menú. No recuerdo que el director nos dijera jamás una palabra amable a ninguno de nosotros, pero tampoco nos agobiaba con prohibiciones ni normas. A veces podíamos tomar decisiones por nuestra cuenta como cuando aburrido por la vida monacal que llevábamos dicidí traerme la internado la bicicleta para ir al Instituto o para visitar algún sábado por la tarde la casa de la torre.
Hacia 1968.