viernes, 13 de junio de 2008

Sandalio

Uno de mis mayores méritos es que en mi infancia conocí a uno de los soldados de la guerra de Cuba. Una guerra de hace cien años. Se llamaba Sandalio y tenía los ojos llorosos permanentemente no sé si por su edad o por haber sido soldado en la manigua. Cuando se hablaba de él siempre se preguntaba con el respeto debido a un pariente lejano ¿cómo está Sandalio, será muy mayor ya , no?

-Está más que mayor, ten en cuenta que estuvo en la guerra de Cuba, pero todavía fuma y cría su hortal como nosotros y además las mejores patatas y nabos son los suyos.

En esta foto en sepia aparece Sandalio con sus abarcas , su gorra y su chambra sobre la camisa blanca. Es alto y delgado y lleva la barba de toda la semana entrecana desde hace más de cuarenta años y tiene un brillo húmedo en los ojos que los hace parecer llorosos. Pero son los ojos profundos del que ya ha lo ha visto todo y está orgulloso de ser un superviviente, no sólo de la guerra de Cuba, sino un superviviente en general. En esa profundidad negra hay un destello de regocijo que no se apaga cuando dice su edad ni cuando una vez más se le alaba su aspecto físico que admite condescendiente . Se podría decir que conoce la importancia de su papel de ancestro vivo y lo representa con enorme dignidad.

Entre los héroes de aquella guerra perdida figuran algunos oficiales olvidados pero no figura Sandalio, que ni fue oficial ni siquiera tiene apellidos que por aquí ni falta que hacían, porque cuando había dos nombres iguales se concretabann con la pertenencia al padre, a la mujer o al marido; así mi abuelo era Manuel el de la Juana y mi padre, Amalio el de Manuel. Pero Sandalio es ya tan viejo y está tan solo que no pertenece a nadie, sólo a la memoria de los que saben que estuvo en la guerra de Cuba.


(Según un registro de pasajeros existente (hay muchos y el más antiguo es de 1509), Sandalio Sancho desembarcó en La Habana el 28 de enero de 1853. Llegó desde Barcelona en “La siempreviva”, procedente de Barcelona, y no puede ser de ninguna manera el Sandalio que yo conocí porque de lo contrario, en aquel tiempo ya tendría más de cien años , ¿pero qué más da?

domingo, 6 de abril de 2008

Pepe el de La Misi

En esta foto, está Pepe el de La Misi mordiendo un mondadientes que a veces se le escapa por la mella y lo tiene que recolocar para que no se le caiga. Le hice esta foto porque me impresionaron sus ojos vidriosos de ahora, su aire descuidado, casi de pordiosero y sobre todo ese andar lento de los adictos al alcohol y a las drogas más asesinas. Todavía lleva esa pelliza raída que quizá le ha salvado la vida este invierno en alguna helada alcohólica. Hace menos de diez años parecía un galán de cine con su traje azul, su camisa blanca, su corbata a juego y sus zapatos un poco polvorientos. Es el único que viste así en el pueblo y el único que sabe llevar un traje porque le sienta bien todo lo que se ponga. Se parece a Lord Jim o Corto Maltés vestido de gala porque acaba de fondear su goleta en la dársena. Hasta ese diente que le falta le da a su cara escurrida pero tersa un tinte un poco literario, como esculpida por mil aventuras de sal y vientos marineros pero sin sangre que no fuera de los dientes caídos como el suyo en peleas a puñetazos en tabernas de puerto. Además, cuando escupía por la mella ya no había lugar a dudas. En esta foto parece el retrato mismo del éxito alcanzado desde la nada y, eso  que aunque apenas sabe leer, a primera vista nadie lo adivinaría y aun sabiéndolo pocos podrían decir que fuera una lástima. Porque  la gente como él no necesita la cultura para triunfar. Un día, estando en la cumbre, tuvo éxito con todas las mujeres, hasta con las jovencitas en edad de merecer y su propia mujer, La Misi, le supo disculpar con un punto de falso orgullo ciertos desvaríos con el argumento de su hombría. Falso orgullo que sin duda estaba motivado por el interés de despertar la envidia entre aquellas delatoras que fingían hacerle un favor a La Misi al contarle cosas que no sabían o que sabían demasiado bien.

Hay quien se ríe con los ojos, con los labios o con la frente, pero Pepe el de la Misi se reía con toda la cara y si llevaba la chaqueta desabrochada, también con los hombros y los puños de manera que la risa le llegaba hasta  los pies, parte donde se volvía un poco polvorienta porque parecía reflejar un augurio nefasto.

Pagaré con mucho gusto la multa, mi sargento, porque como usted comprenderá no hay mayor satisfacción para un furtivo que el haber atrapado un sargento en un lazo de cazar conejos, le dijo en una ocasión al jefe de la pareja. Y es que hasta para insultar a la benemérita podía ser elegante. 

Estoy convencido de que Pepe el de La Misi era lo que sin necesidad de mucho análisis llamamos un superdotado. Prueba de ello es que probablemente con la ayuda del maestro abandonó la escuela antes de terminar de aprender a escribir y sin embargo, poco después no sólo vestía traje y se expresaba con corrección sino que estaba capacitado para ser hombre de negocios, dominaba las artes del mejor tahúr, condujo coches caros  sin permiso durante muchos años y llegó a ser propietario del mejor hotel en un lugar privilegiado para el turismo de retiro, es decir aquel que más lo necesita o el que más lo sabe apreciar. Y todo ello sin salir de su pueblo más que para hacer la mili primero y después  para acudir a ciertas timbas de las que sacaba el dinero necesario para pagarle las letras del hotel que le compró a don Félix, el antiguo propietario.

Si Pepe el de de la Misi era un personaje de tebeo, Don Félix lo era de película porque había trabajado en Columbia Films y con sus ganancias había construido el hotel en aquel lugar paradisíaco que descubrió con motivo del rodaje de una película.   Como antiguo artista se creía obligado a interpretar  el papel de   excéntrico así que hacía cosas como  fumar tabaco negro por la mañana y rubio por la tarde en largas boquillas  o jugar al solitario con barajas francesas mientras bebía pequeños sorbos de champagne. También representaba  con cierta habilidad otros papeles: el de amante de joven actriz  que le seguirá hasta la muerte, el del  artista dignamente retirado del frenesí del mundo del celuloide...  Sobre Pepe el de la Misi  ejerció con éxito el papel de Mefistófeles  porque le compró el alma a cambio del hotel y de una cantidad de dinero que él mismo le indicó dónde ganar fácilmente.

-Pepe, que la semana que viene vence la letra, ¿Tienes el dinero?

-No, don Félix, pero este sábado me voy a Socuéllamos y les saco lo necesario a los bodegueros.

- Mira que es mucho dinero y ya has estado en Valdepeñas y Tomelloso y no te queda mucho corte. Anda vente a Madrid que yo te presentaré a la gente adecuada.

Uno sólo necesita tres años para pagar un hotel con el fruto de desplumar primos en timbas en las que corre el whisky arrastrando polvillos blancos por las mesas. Pepe el de la Misi no es tan pardillo para preguntar qué es lo que aspira el actorcito por la nariz sino que le pide una raya de esas, la sorbe y entra, disimulando en el mundo de colores de la gente guapa y famosa y ocasionalmente con dinero y mujeres alrededor. Sólo necesita tres años para auparse desde la nada y, justo al llegar a lo más alto desplomarse voluntariamente en una caída vertiginosa porque todo pierde de pronto su sentido. Porque no fue ni el dinero ni su alma todo lo que tuvo que pagar Pepe le de La Misi por ser alguien.

En esta foto está ella sentada a la puerta de una capillita donde están enterrados sus dos hijos y donde enterrarán a Pepe en poco tiempo. Parece que está tomando el fresco tranquilamente a la puerta de su casa de pueblo como cuando era niña y se sentaba con sus padres por las noches de verano a ver pasar el satélite por el cielo cuajado de estrellas porque no había más diversión que aquella y aún aburría verlo todos los días cruzar lento como una estrella fugaz muerta y previsible, sin misterio. Ya no piensa en donde estará su Pepe ni qué compras hacer para la cocina porque ha vendido el hotel y consumado su autodestrucción. La Misi está en paz recordando cómo correteaban sus dos pequeñines por los alrededores del hotel, cómo ayudaban a su abuelo a preparar las cañas para pescar en la Laguna Colgada y cómo aquel día que en un descuido bajaron solos aparecieron agarrados de la mano como dos buenos hermanos flotando boca abajo en la parte más oscura de la laguna, donde la cascada forma un remolino y donde las higueras salvajes y los carrizos revelan las verdades más atroces.

viernes, 21 de marzo de 2008

la posada


En esta foto se ve claramente como era la antigua posada del pueblo. Esta es la parte principal, de planta rectangular con dos pilares gruesos que soportan la tablazón del piso de arriba donde dormían los arrieros en jergones de paja o directamente sobre las tablas. Esta no es la peor cama porque las tablas no están tan juntas como para impedir que suba el aire caliente que producen las bestias abajo, donde se las ha puesto para tenerlas cerca y para aprovechar su calor. Hombres arriba, bestias debajo, todos juntos porque la posada es un lugar totalmente público.

Mi amigo el cristalero va a desmontar la posada para ampliar la cristalería. Sabe que tiene un valor pero no cual ni cuanto, sólo que así eran las posadas antiguas. Pero  ya no hay arrieros ni bestias de carga que suban por la ruta de la plata traficando. En un rincón me enseña la boca tapiada de un túnel que comunica con la bodega de una casa dos manzanas más abajo. Lo hicieron como vía de escape para Buenaventura Durruti, que anduvo por estos pagos en los mismos días que se entrenaba por aquí como partisano Josif BrozTito. Ellos fueron probablemente los más ilustres huéspedes de la posada en toda su historia pero ya no llegaron en bestias de carga sino en alguno de los aviones que aterrizaron en el aeródromo que funcionó durante toda la guerra civil abajo, a las afueras del pueblo junto a la carretera de Córdoba. Mi amigo el cristalero sabe estas cosas porque es un poco antiguo y a veces le gusta hablar con los viejos, pero la mayoría de los de su edad no saben quién fue Durruti ni que hubo un importante aeropuerto militar en su pueblo.

domingo, 20 de enero de 2008

jardín botánico

Esta es la foto de un árbol del jardín botánico. Un sitio al que siempre quise ir desde que en el instituto me explicaron que fue idea de Carlos III. Por aquella idea, el árbol se elevaba a la categoría de la pintura y se le adjudicaba un espacio de protección y estudio como se hizo también por aquel tiempo con los cuadros de la colección real en el Museo de El Prado. Que se hiciera con los cuadros es fácilmente comprensible porque muchos eran realmente hermosos y se sabía por los inventarios que habían costado muy caros,pero os árboles no pertenecían a la colección de reyes caprichosos ni tenían ningún valor que no fuera práctico como alimentar chimeneas, servir como muebles o de costillas y tablazón para barcos con los que derrotar a los ingleses. La idea, pues, de crear un museo para criar sólo leña y madera, y eso en pleno siglo XVIII, es francamente notable. El espíritu de la Ilustración queda patente no solo es esto, sino también en el nombre: jardín botánico. Hoy, que corren tiempos más prosaicos se le habría llamado simplemente museo del árbol, como se llama museo del carro al de Tomelloso y no parque móvil del transporte rural. Y no es porque los ilustrados fueran pedantes, sino porque elevaban cosas hasta entonces vulgares a la categorías de otras más nobles y los árboles se lo merecían aunque menos que el arado con mulas y el abonado con estiércol, que por eso no tuvieron sus respectivos museos o jardines. Es poco probable que este árbol sea de los que se plantaron en aquel primer museo de seres vivos pero ahora que es otoño y está despojado de hojas , se ve la gran cantidad de tumores de sus ramas que parecen retorcerse de dolor en el contraluz violento de la foto en blanco y negro. Pero visto así tiene algo de agónico, de viejo afrancesado castigado por el tiempo o por el olvido reaccionario del vivan las caenas o simplemente por la historia cuyos torturados avatares se han ido fijando como cicatrices en forma de tumores en las coyunturas de sus ramas.