Blanco y negro-sepia-color
En ésta, mi madre me sostiene sobre una moto de juguete tipo vespa para que me puedan hacer la foto bien erguido. Ella se oculta todo lo que puede detrás de mí y de la moto para no salir porque quien debe salir en la foto soy yo y nada más que yo. Es una pretensión inútil porque la cámara lo registra todo. No es un caballito de cartón, qué fotógrafo más moderno. Quizá haya otra foto mía a caballo en la que me cuelgan las piernas endebles y lánguidas y al lado está mi hermana de pie porque las chicas no montan a caballo si está el niño de la casa. Luego está el autobús que nos lleva a Manzanares al entierro de la pobre María como la llamaba mi padre. Aun en aquellos tiempos de penuria los muertos llevaban delante siempre el adjetivo de pobre como si estar vivo fuera la mayor riqueza. Está el autobús con sus sobreventanas del techo azuladas, más bien magenta, que le dan al interior un aspecto mágico. He subido en autobús por primera vez y estoy impaciente porque se ponga en marcha. Cuando lo hace doy un paso más adelante; quizá me imagine que así son los aviones y volar debe ser parecido. Luego está una plancha de chapa tras la que nos resguardamos del viento o helado que barre el cementerio llevándose el último aliento de los que acompañaron a la muerta.
En esta estamos en la casa de Cabezas, el cazador y buscador de espárragos, el sonriente. Su casa está en la parte trasera de la casa de la torre y nos la enseña, orgulloso. Tiene las paredes muy blancas y destaca la luz amarillenta de las bombillas del techo. Enciende la luz de la habitación donde duerme su hija y aparece casi desnuda, morena y exuberante entre las sábanas revueltas y la vuelve a apagar con una sucinta disculpa porque ya tiene quince años y rebosa erotismo como una ola que se derrama por los bordes de la cama y llega al suelo a raudales y luego avanza hacia la puerta e invade el pasillo atrapándome los pies por los tobillos y sube por las corbas hasta las espinillas y luego se agarra atenazándome el sexo y ahí se queda una buena parte pero otra pasa a los riñones y sube veloz por la columna vertebral hasta la nuca donde se estrecha como un nudo de ahorcado.
En esta estamos en la plaza del Pilar tomando vermut rojo con tapas de anchoas porque ETA ha asesinado al presidente del gobierno de Franco.
En esta oigo los cascos de los burros y las mulas que resuenan en el empedrado de la calle donde vive mi abuela. Me despiertan al amanecer y entre el paso de un labrador y otro oigo el murmullo perenne de la Fuente del Peñón como lo oí anoche hasta muy tarde y por eso ahora tengo tanto sueño. En el arroyo de la Pasada, María la de César va a lavar la ropa y yo me entretengo llenando de agua bolsas de detergente que luego perforo y lanzo chorros al aire que forman un arco iris artificial. En el despeñadero de agua de La Pasada y mirando en cierta dirección se produce otro arco natural y procuro que el mío se coloque encima o al lado componiendo figuras pero los dos arcos siempre van en la misma dirección por mucho que me esfuerce dirigiendo el chorro de agua en uno u otro sentido. Al lado de la pequeña cascada y ocultándola un poco está el granado semisalvaje con sus flores de un rojo intenso y su botón de luz amarilla en al centro y más allá las mimbreras de las que cogen los gitanos pequeños haces de tallos para hacer cestos.
En esta estoy en la torre de la casa mirando el paisaje de la ciudad próxima y a la vez lejana. Tengo en la mano un balón de goma muy elástica que mi padre me acaba de regalar. Es de pentágonos negros pintados cobre fondo blanco. Como no tengo con quien jugar lo tiro desde la torre para ver cómo bota desde tan alto y sólo bota una vez. De repente se reduce a la mitad porque se pincha con alguna china de la explanada y deja de ser balón para convertirse en pelota inanimada. Mientras que los relojes atrapan el tiempo y lo acotan, las torres atrapan el espacio y lo revelan ordenándolo a su alrededor de manera que siempre están en el centro. Todo el mundo debería tener una torre alguna vez en su vida. Una torre a la que llevar a la amada después de mucho tiempo y decirle: esta fue mi torre y desde ella dominé el paisaje y aprendí la diferencia entre cerca y lejos, escala humana y escala cósmica, posible e imposible.
Hacia 1957
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