Muchos pueden vanagloriarse de haber empezado su vida profesional desde los puestos más bajos o ejerciendo los oficios más humildes pero pocos pueden decir como yo que durante un tiempo trabajaron de espantapájaros. Considerando que mi padre en su infancia fue porquero y no precisamente al servicio de Agamenón, mi oficio de espantapájaros fue tanto o más digno que el suyo así que, si él lo pudo confesar sin rubor, también podré yo, que de hijo de porquero llegué pronto a espantapájaros y aún me superé siendo después albañil y camarero y sobre todo estudiante, el oficio más noble que se puede ejercer pese a la mala fama que le dieron aquellos que, por mala ventura, nunca estuvieron en la universidad o ni siquera acabaron la secundaria .
Pues bien, en esta imagen estoy vestido no de espantapájaros, que ellos no distingues de disfraces sino sólo entre comida y no comida y todo lo demás que se mueve es enemigo a no ser las ramas de los árboles; estoy vestido, digo, con sombrero de paja que es lo único que me asemeja a un espantapájaros y dedicado a patrullar un vivero sembrado de pino piñonero, pino negral y eucaliptus. Mi jornada es desde el amanecer hasta bien entrada la mañana y desde la caída de la tarde hasta el crepúsculo y son los momentos más dramáticos para los piñones y para los pájaros puesto que unos y otros pierden la vida si no comen o son comidos.
Al principio y al final de cada día es cuando más hambre tienen los pájaros, porque no han comido en toda la noche o porque si no comen a la puesta del sol se acostarán sin cenar. Armado con una lata de sardinas en cada mano las hago entrechocar organizando todo el alboroto que yo mismo puedo soportar y camino en lineas paralelas yendo y viniendo, cruzando el campo en diagonal o perpendicularmente zurciendo el vivero con punto de monja y matando de hambre a los volátiles. Cuando se aprenden la pauta se posan descaradamente a mis espaldas a escarbar en busca de piñones y entonces improviso nuevas rutas que, sin patrón fijo, resultan dejando rincones sin patrullar que se llenan de bandadas que esquilman el sembrado. Llega un momento en que sólo me dedico a correr de un rincón olvidado a otro con mis latas, mis melopeas y mis sombrerazos al viento y al final la emprendo a pedradas que desentierran las semillas allí donde caen y a lo largo del rastro que dejan, con lo cual descubro nuevas fuentes de riqueza para los ladrones. Cuando me canso, me siento en un bancal y los dejo comer a placer hasta que se pone el sol y entonces, espontáneamente, abandonan el campo y se retiran a sus nidos con el buche bien lleno. Yo me retiro también con la satisfacción del trabajo bien hecho aunque quizá con la sombra de una duda en la frente que intento disipar levantándome el ala delantera del sombrero.
Hacia 1967